La capital cubana, con un puerto de estrecha entrada y aguas profundas, encierra en sus límites restos de obras defensivas que constituyen mudos centinelas de una época colonial cuya historia llega hasta nuestros días.
La villa de San Cristóbal de La Habana, beneficiada de una ubicación geográfica privilegiada, se convirtió en punto obligado de reunión para las naves que transportaban hacia el viejo continente las riquezas del nuevo mundo.
La codicia de corsarios y piratas llevó a la organización de las llamadas flotas para defenderse mejor de los ataques, lo cual llevó a un cambio de estrategia por parte de los filibusteros, que apostaron entonces por apoderarse de la naciente urbe.
Como respuesta a las amenazas contra la villa, el gobierno español decretó la fortificación de la plaza con verdaderas obras de ingeniería militar de la época, entre las cuales figuran las fortalezas de La Punta, El Morro, La Cabaña y los torreones de La Chorrera y San Lázaro.
Sin embargo, la vulnerabilidad de la ciudad por tierra determinó el surgimiento a finales del siglo XVI de una idea para amurallar a San Cristóbal de La Habana.
Según historiadores, las variantes iniciales comprendían la construcción de la obra en piedra y con el apoyo económico de Madrid, lo cual quedó en el olvido debido a trámites burocráticos y argumentos de España respecto a la carencia de fondos para los trabajos.
Una segunda propuesta comenzó a ejecutarse con el empleo de madera, que en la práctica resultó frágil para los objetivos de la muralla y fue abandonada rápidamente.
Asimismo, una tercera opción, consistente en rodear la urbe de fosos de agua, buscaba aportar a la villa un entorno similar al de los castillos medievales, si bien ello quedó sólo en la mente de sus promotores.
Finalmente, bajo el mandato del gobernador Francisco Rodríguez de Ledesma se logró la aprobación del proyecto y el presupuesto necesario para los trabajos con el empleo de la piedra como material fundamental.
Así, en 1674 comenzaron los trabajos de la esperada obra, previstos en un inicio para efectuarse en un plazo de tres años y que en la práctica se extendieron a más de seis décadas, pues sólo concluyeron en 1740.
Ya en esa fecha, las murallas se convirtieron en un elemento característico del entorno urbano de la villa, con nueve puertas para el acceso al núcleo de la ciudad, entre las cuales las más conocidas fueron la de La Punta, la de la calle Reina y la llamada de La Muralla.
Empero, su vida útil se limitó a 123 años, pues ya en 1863 comenzó su demolición al ser incapaz de frenar la expansión de las construcciones más allá de sus muros, con lo cual el llamado espacio extramuros se fue urbanizando y poblando a un ritmo vertiginoso, llegando incluso a superar las edificaciones contenidas en el recinto.
En las nuevas áreas se localizaron no sólo los suburbios, sino también importantes avenidas, zonas comerciales y edificaciones como el palacio de Aldama, el Paseo del Prado y el Teatro Tacón, entre otras obras.
Para los habitantes de hoy, sólo quedan restos dispersos en la parte vieja de la capital, que junto a la señal sonora de las nueve de la noche - símbolo del cierre de las puertas en la época colonial - recuerdan la existencia de las monumentales murallas en torno a la villa para evitar los ataques de corsarios y piratas.