La presencia de una ciudad colonial, protegida por sólidas murallas siglos atrás, ha tenido siempre como acompañante inseparable a los espacios libres y verdes a su alrededor, en una especie de necesidad de escape para sus pobladores ante la angustia del encierro.
Precisamente, de esa situación La Habana no fue excepción, enmarcada hacia el siglo XVII por un muro de casi dos kilómetros de extensión y con varios miles de viviendas en el recinto limitado por esa obra.
Por tal motivo, a fines de los años 1700 las autoridades coloniales adoptaron un programa de obras públicas, orientado a conceder a la urbe una dignidad acorde con su rango de capital de la isla.
Una de las primeras manifestaciones de renovación fue la apertura de dos alamedas o paseos al unísono con el primer teatro y los palacios de gobierno.
Una de ellas, la de extramuros, se extendía cerca de un kilómetro entre las dos puertas de la muralla terrestre, con el fin de acoger el paseo vespertino de los carruajes.
Esta alameda, que no fue más allá de dos sencillas hileras de árboles en sus comienzos, recibió el nombre de Nuevo Prado y tuvo una entusiasta y rápida acogida entre la población de la época, ávida de contar con un lugar de esparcimiento y paseo, en especial al atardecer.
Paralelo al Prado se extendía despejado y amplio el campo de Marte hasta tocar el mar y en las inmediaciones del paseo se situaron los cuarteles para los soldados, convertidos más tade en barracones para los esclavos traídos de Africa, y en 1817, el Jardín Botánico.
Con el decursar de los años, el popular paseo fue objeto de remodelaciones que le incorporaron otros atractivos como fuentes neoclásicas o rústicas, entre las cuales destaca la llamada de La India o de la Noble Habana, esculpida en Génova por José Gaggini.
Coches de diversas características -fiel reflejo de sus propietarios- dominaban el entorno del popular paseo y ya a fines del siglo XVIII la costumbre de recorrerlo había convertido a la citada alameda en un pequeño escenario de la sociedad habanera de la época.
El Prado encontró un competidor en 1834 en el Paseo Militar, conocido más tarde como Carlos III, rodeado de un marco natural verde y sin grandes edificaciones aledañas, aunque con la desventaja de la posición del sol en el atardecer, cuando golpeaba de frente a los rostros de los transeúntes.
Hacia fines del siglo XIX, el Paseo del Prado había pasado a ser un espacio para el recorrido de peatones en lo fundamental, complementado con el nuevo Parque Central que surgió en sus inmediaciones.
Modernos inmuebles con amplios portales flanquearon a la popular alameda, convirtiéndola en prisionera de fachadas y columnas de cemento armado, las cuales rodean a una angosta senda verde, en un entorno donde el ornamento artificial de guirnaldas y capiteles compite con los frondosos laureles del paseo.
Reedificado en su forma actual hacia 1928, el famoso sitio recibió una solución en líneas neocoloniales, con bancos de mármol, luminarias, copas y los populares hasta hoy en día leones de bronce, mudos testigos y vigilantes de los habaneros que prefieren ese recorrido bajo los árboles como una bocanada de aire fresco entre el ruido de una ciudad moderna.